Andaba por las calles como si se tratase de un soleado día del mes de mayo; con el sol iluminando mi rostro mientras paseaba por un camino repleto de verdes árboles, aunque este no era el caso. La mejor luz, la proveniente de la luna y, además, llovía a cántaros. En lo único en lo que se parecía esa fresca noche a aquel idílico día primaveral era en que ambos pertenecían a la misma estación del año.
Ya llevaba
bastante tiempo andando, no sabría decir exactamente cuánto, pero decidí
sentarme en las escaleras de un soportal a esperar a que amainase un poco el
temporal; aunque debo reconocer que adoraba la lluvia y que ya estaba calado
hasta los huesos. Estando allí comencé a observar como cada gota se estrellaba
contra el suelo haciendo ese ruido tan característico. En ese momento comenzó a
llover con mayor intensidad, creando prácticamente una cortina blanquecina.
Bajé la mirada y fijándome en un pequeño riachuelo que pasaba por la acera
pegado a la pared, me dejé caer sobre mi hombro y apoyé mi cabeza sobre el frío
ladrillo. Respiré hondo y me relajé.
Entonces, en esa inspiración,
mi nariz captó un olor diferente mezclado en el húmedo ambiente. No era difícil
reconocer, por ejemplo, el de la hierba mojada, pero descubrí un efluvio de
algo que me sorprendió gratamente, con lo que hacía tiempo que no me deleitaba
y que me extrañó percibir. Creo que subestimé a mi olfato, al parecer, más
sensible de lo esperado. Me levanté casi intuitivamente, pasé de un salto los
dos escalones que me separaban de la acera y me dirigí en la dirección de la
que provenía el olor; para muchos nauseabundo, para mí delicioso.
En esos
instantes, me sentí como un tiburón que podía oler una gota de sangre en el
océano encontrándose a varios metros de distancia de ella. El paralelismo me
pareció de lo más acertado, pues llovía a mares y no anduve mucho más de unos
metros hasta doblar una esquina y dar con la procedencia de tan maravilloso
aroma.
Me topé con una
chica. No tendría más de veinte años. Estaba tirada en el suelo, bañada en
sangre. Me agaché a su lado. Parecía tan dulce y frágil, de piel pálida con el
pelo largo y negro. La sangre procedía de una herida en su cuello, no era
excesivamente profunda. El contacto de mi mano con la sangre, con ella. Descubrí
que estaba helada, prácticamente más fría que yo. Casi no tenía pulso.
Todo apuntaba a
que había sido uno de los nuestros. Pero, ¿quién sería capaz de hacer una cosa
así? Me sentí de nuevo atraído por el olor e intenté reprimir mis instintos
hasta que finalmente no pude contenerme más. Una sensación de angustia me
invadió el cuerpo y un escalofrío me recorrió de arriba abajo. Nadie se
enteraría, miré a izquierda y derecha. Estaba impaciente, no podía esperar más.
Al instante, me
vi posando mis colmillos encima de la herida de su cuello. Rápidamente me
aparté y me levanté de un salto. ¿Cómo podía haberme descontrolado de esa
manera? Hacía mucho que no me sentía así. Yo había aprendido a controlar mis
impulsos. Esto no era normal. Me apoyé contra la pared mientras observaba a la
chica que tenía a mis pies.
Tenía que sacarla
de allí, no podía dejarla tirada en el suelo de una calle cualquiera. Ella no
tenía la culpa. Me agaché de nuevo junto a ella, la recogí con mis brazos y me
la llevé corriendo. Más tarde me preocuparía del verdadero culpable.
Lo único que me gusta vomitar son palabras. Una sensación que te impulsa. Estás lleno de ideas y solo deseas plasmarlas en papel. Necesitas escribir; tomar una hoja y un boli y, tan solo, escribir.
Pero, en este caso,
la sensación es peculiar y más profunda, ya que no se tienen los mismos
síntomas. Comienzas por sentir extrañeza, repulsión, aversión y una tenue
presión en las sienes, mientras frunces ligeramente el ceño. Un pequeño nudo en
la garganta, un gran agujero en el estómago.
Tensas todos tus
músculos, encajas la mandíbula apretando los dientes, preparándote para ladrar.
Achinas los ojos y tu mirada se vuelve dura y fría como el acero, y tan afilada
como tu lengua o, por el momento, tus pensamientos. A veces, arrugas la nariz y
abres las aletillas, como si de una especie de tic se tratase. Parece como si
hubieses olido algo asqueroso y comienzas a tener nauseas. El dolor comienza a
hacer mella en tu estado de ánimo y llegados a este punto empieza la
trasformación.
Aprietas los
puños, respiras más deprisa y cada vez que lo haces el aire resuena como si
fueras un toro embravecido. Te mantienes en una alerta constante, en cualquier
momento puedes vomitar algo de lo que luego quizá te arrepientas, pero, en esos
momentos, todo te da igual. No eres racional. Estás completamente a la
defensiva, preparado para recibir cualquier disparo, desde cualquier ángulo.
Puedes atrapar la bala aunque te apuñalen por la espalda.
Todo es muy
rápido, todo en caliente. Todo esto ocurre en escasos minutos. Probablemente
luego te relajes, reflexiones, recapacites y te vuelvas sensato.
O, tal vez, no.
"El juego de niños que fue ayer, torna hoy
en pensamientos oscuros y confusos"