Los parques
siempre me han parecido los lugares perfectos para evadirse de la realidad
circundante. Si me dan a elegir entre vivir en la boina negra que porta mi
ciudad o en alguno de sus roídos agujeros, sinceramente prefiero quedarme en el
agujero.
Al poner un pie
al otro lado sientes como si hubieses entrado en un mundo nuevo; un lugar
diferente, lleno de rincones inexplorados.
Los parques tiene
mucha más vida de la que parecen albergar. Lo miras desde fuera y no sientes
nada. A simple vista parecen lugares extraños, vacíos, que a nadie interesan.
Te crees superior, urbanita.
Pero si te
atrapa, se te pasan las horas sentado en un banco, leyendo, charlando,
pensando, viendo a los niños jugar, escuchando a los pájaros, dando un paseo,
haciendo fotos.
Cuando en
cualquier parque encuentras tu lugar, hallas la tranquilidad y el sosiego en el
mundo moderno. Quizá sea un banco, un tronco de árbol caído, unas piedras o un
muro. No importa qué, sino el hecho de que lo hayas encontrado. Es toda una
suerte disponer de un propio remanso de paz en mitad de la vorágine
cosmopolita.