Uno de esos días
en los que todo te aburre. Parece uno cualquiera, otro más, y de repente se
transforma en un día asqueroso. Tan pegajoso, que te da la impresión de que aunque se acabe, no va a terminar la tortura. Todas tus defensas se caen,
no te importa andar solo. Sientes que nadie te escucha. Que quien te oye, mejor que no lo hubiese hecho. Siempre que abres la boca te miran
mal. Nada vale. Todo lo haces mal.
Quieres salir a
flote, pero cada segundo que pasa te ahogas más y más. Porque tú lo deseas o
porque alguien te ayuda a bajar. Eso no importa, lo cierto es que tocas fondo
con los pies y piensas: «esto ya no puede ir peor». Pero te equivocas otra vez,
porque la tierra de ese fondo comienza a tragarte.
Aún así vistes tu
cuerpo y tu alma de negro salpicado de motas blancas, como aquellos rayos de
esperanza, lo último que se pierde, que solo desaparecen tras la muerte. Tu corazón envuelto en llamas lucha por sobrevivir. No le queda más
camino que aguantar el tirón.
Tendrá que
soportar tanto que, cuando resurja de sus cenizas, será otro.
Esperando que sea otro mejor y más fuerte, suplicas que esta sea la última vez en tu
vida que tengas que someterle a tal presión.