Cuando la encontré ya era
demasiado tarde. Corrí hacia ella y me lancé a su lado cayendo desplomado al
suelo. Parecía poseída por un demonio: temblaba y comenzó a tener pequeñas
convulsiones que se volvieron más fuertes a los pocos segundos. Llegué a sentir
miedo al ver sus ojos en blanco. Rápida e inconscientemente puse mis manos
sobre sus hombros para parar su agonía y, en un momento, se quedó inmóvil.
Comencé a llamarla desesperado,
pero ella no atendía a mis súplicas. La angustia se apoderó de mí. La zarandeé
enérgicamente en un principio, aunque suave al momento siguiente, cuando me
quedé sin fuerzas y comprendí que ya nada podía hacer.
La vi ahora como un ángel,
tendida en el ese frío suelo. La cogí entre mis brazos apoyando su cabeza en mi
pecho y, al hundir mi nariz en sus cabellos, me sentí solo e impotente. Ahora
sabía que la había perdido, para siempre.
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