Los ojos te empiezan a hervir
como dos volcanes y no recuerdas tu nombre ni sabes cómo te llaman. Por dentro,
ardes en llamas, sientes un fuego recorrerte las entrañas. Sube por tu interior
y te arde la cara.
Entonces pequeños ríos de lava,
comandados por una gota brillante y preciosa comienzan a abrirse camino entre
tus pestañas. Van dejando su huella, van haciendo su marca. Que quien pase por
allí su mano sepa que una vez ese territorio se inundó, que quien lo acaricie
sienta que sufrió.
Y las gotas de la lluvia de lava
tocaron su último destino cuando perdieron tierra y el vacio de tu cuello se
abrió ante ellas. Resbalaron inevitablemente y te fundieron la ropa. Intentaste
detener su marcha, pero te quemaste las manos, porque ahora el volcán se ha
despertado y tiene hambre. Ahora bramará su desdicha y no volverá a encontrar
la paz ni a conciliar el sueño.

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