domingo, 20 de julio de 2014

Mad men

—¿Una aventura? Anda ya, que va. ¿Por qué habría de tenerla?

—Vamos a ver me estás diciendo que estás hasta los cojones de tu mujer… pues, ¿no sé a qué esperas? —. Y señaló con la mirada a la joven secretaria que había entrado nueva a trabajar hacía unos meses.

Francisco se dio cuenta de a lo que se refería su compañero.

—Hombre, la verdad es que está muy buena, pero no sé si…

—No te andes con gilipolleces y tirátela —le interrumpió su colega —, lo estás deseando.






Al día siguiente, ya al final de la jornada, no quedaba nadie en la oficina más que ellos dos. La ocasión se presentó sin llamarla. Rocío, así se llamaba ella, se apoyó sensualmente en el quicio de la puerta:

—¿Necesita algo más, don Francisco?

Él dudó por unos instantes en los que su miradas se aguantaban la una a la otra ardientes, pero aún guardando las formas.

—Sí, pasa y cierra la puerta.

Ella obedece mientras él se levanta de la silla, se acerca y comienza a rozarla. La toma por la cintura, se acercan. Su sexos se aproximan a través de sus ropas. Y comienza a besarla, a comérsela como fruta recién madura. Ella ofrece una mínima resistencia y acto seguido se deja hacer.

Francisco continúa besándola y recorriéndola, y con suavidad y furia la echa sobre el sofá de tela azulada del despacho. Tan solo la tenue luz de la lámpara del escritorio es testigo del acto.

Rocío sabe que está casado, pero le da igual, sabe que será su seguro de vida, su moneda de cambio.


"Barras de labios y otras formas de reconocer cuando uno ha cruzado la linde" 


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